Antoñita Colomé |
Para mi abuela yo ya no era Antonia, su nieta, sino una niña con la que jugaba cuando chica y que llegó a ser artista.
−¡Qué gorda te estás poniendo, Antoñita −me regañaba.
−¡Era muy amiga mía, nos criamos juntas en ese corral...! −le canturreaba yo. Ese tanguillo pertenecía a mi infancia, sonaba en el tocadiscos de casa de mis abuelos.
−Cómo desafinas, hija, con lo bien que cantabas −me interrumpía, brusca.
Pensé en un regalo original por su cien cumpleaños. Busqué una foto de la película El crimen de Pepe Conde. Adelgacé. Me teñí el pelo de negro, me lo recogí y lo adorné con unas ondas al agua y un par de claveles. En Zara encontré un vestido vaporoso de flores, rematado con un volante.
El día de la fiesta observé con envidia cómo reconocía a todos mis primos. Incluso supo diferenciar a los gemelos. Me acerqué a besarla, me cogió las muñecas y me miró fijamente.
−¡Qué guapa estás, Antonia! −dijo al fin−. ¡Cómo te pareces a mi amiga Antoñita, la del corral de la calle Pureza!
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